viernes, 11 de julio de 2008

Un asunto de pelotas; el balón Supertele

Una vez más me veo obligado a demostrar desde este espacio como las leyes de la termodinámica y la física cuántica fueron brutalmente pisoteadas y gargajeadas durante aquellos diez fatídicos años de neón y quimicefismo. A pesar de los esfuerzos de W.J Macquorn y sus sesudos secuaces por hacer valer esas leyes básicas, los guionistas de los ochenta se empeñaron en refutar tales mamarrachadas con paridas del calibre del Turbo-Boost del Coche Fantástico o la Catapulta Infernal de los hermanos Derrick, claras afrentas a las teorías de Sir Isaac Newton.






A este complot conspiracionista también se sumaron los fabricantes de juguetes, que enseguida comenzaron a sacar una serie de ítems antigravitatorios destinados a terminar de una vez por todas con las paparruchas de Newton; así nació el balón Supertele, colocando las teorías de miles de científicos en la puta basura.

Ajenos a esta movida, la muchachada decidió utilizar este nuevo invento de forma masiva en importantes partidos de patio escolar donde poníamos en juego nuestra dignidad e incluso nuestros insulsos bocatas de choped-aceitunas. Nuestro pinpinismo nos hizo obviar la morfología del Super-tele; el balón se iba a mandar por el hojaldre a las primeras de cambio. El más mínimo cañardo convertía aquella pelota en un proyectil de trayectoria imprevisible. Por eso, pronto fue repudiado por los infantes escolares, que preferían el caro cuero del Adidas Tango al plastiquismo de la Super Tele. Desgraciadamente, su precio irrisorio y su capacidad de hacer añicos las leyes de la cinemática hizo que tuviéramos que acudir a este balón en más situaciones de las legalmente permitidas.

Los émulos de Zubizarreta y Sanchís fueron la carnaza principal del balón Supertele. ¿para que necesitábamos porteros y defensas con una pelota que adquiría la velocidad absurda en cuestión de segundos? Podíamos reproducir exactamente todos los peripatéticos lanzamientos que veíamos en "Campeones" (tiros combinados y demás) e incluso romper la barrera sónica al estilo Atton; hasta los más patanes y margis del barrio lograron ser ídolos por un día con uno de esos clásicos chuts aleatorios tan comunes en esta pelota plasticorra.

Pero como bien apuntaba el señor Mapache, las únicas beneficiadas de este lucroso negocio fueron las marujas y abuelas que hicieron acopio de miles de balones Supertele colgados en sus dominios y que jamás nos fueron devueltos. ¡Hijas de la gran Utah!

Los chicles con azúcar

Por muy utópico que os pueda parecer, hubo un tiempo en que los dentistas y odontólogos de medio pelo no nos dieron la brasa con avisos y amenazas sobre lo atroces que podían llegar a ser las chucherías para nuestros molares y premolares. Simplemente se limitaban a extraer nuestras caries y cerrar su maldita bocaza de burócratas dentales. Los capos de marketing de las empresas chicleteras tenían mucho cuidado a la hora de poner frases como "9 de cada 10 dentistas recomiendan Trident" en sus campañas, puesto que esas patrañas suponían un auténtico suicidio comercial en los ochenta. El azúcar y el descontrol químico era lo que reinaba y a eso se tenían que atener los grandes emporios de la goma plástica.





De esta manera, en el decenio mullet disfrutamos de la "Golden Age" de los chicles azucarados. Trident, Trex y Orbit no tenían nada que hacer ante los grandes del azúcar de antaño, que utilizaban formulas poco convencionales para conseguir el sabor eterno y la elasticidad perfecta para hacer globazos de nivel cósmico que siempre terminaban reventados en nuestra jeto y/o lacia cabellera. ¡Un ascazo pero exquisitamente delicioso! Estas belcébicas corporaciones no eran ni más ni menos que Boomer y Bang Bang, dos grandes entre las grandes, que enriquecieron las arcas de los dentistas ochenteros con una combinación de sabores infernales y azúcar por un tubo.
Bang Bang posiblemente tenía una mayor calidad globuna (grandes aerostatos de fresa-plátano), pero Boomer poseía el mayor repertorio de sabores imposibles que se conoce hasta la fecha (natillas, fresa ácida, mandarina, melón, coco y un sinfín de frikisabores repletos de dañina azúcar perfora-muelas). Después existía una tercera categoría llamada los "chicles-cuchillo" que habitualmente eran de fresa-pocha y venían con pegatinas del Equipo A, V o El Coche Fantástico. Estas maravillas eran puras rocas orgánicas, endurecidas por el paso de los meses en kioscos de mala muerte, y cuando eran introducidas en nuestra boca pasaban a convertirse en peligrosas gillettes chiclunas que rajaban sin piedad nuestro paladar y/o bóveda palatina.

Por desgracia, el paso del tiempo y las rígidas normas alimentarias y sanitarias a las que nos vemos sometidos desde hace una década han ido apartando estas bombas calóricas de circulación. Ahora nos tenemos que conformar con ridículos chicles con sabor a gatete chico y sin azúcar, tal y como recomiendan los dentistas de las pelotas. Para más inri, el elemento principal de esta nueva modalidad de sanos y aburridos chicles es el sorbitol, que en cantidades elevadas produce un placentero efecto laxante. ¡Para cagarse!

Los ganchitos

Si hoy os pasarais por el infumable colmado "Hermanos Heredia" de la esquina, y echarais un vistazo a la mercancía ingerible que hay en las estanterías se os caerían los cojones al suelo: leche de soja, papas fritas light, yogurts con bífidus activo, leche condensada desnatada y demás comestibles de similar calaña. Sin duda, los ingenieros alimentarios las tienen que pasar putas cada vez que se tiene que lanzar un nuevo producto al mercado, obligados a cumplir una serie de normativas sanitarias que en otras épocas eran sistemáticamente restregadas por la zona pélvica.
Sin embargo, en la década Tang el tema era muy diferente. Ahí teníamos a esos pedazo de fumetas, recién salidos de la carrera y con licencia para hacer todo tipo de peligrosas mezclas sin que el Ministerio de Sanidad metiese baza. Así nacieron los ganchitos, fruto de la denominada "mezcla bizárrica" que tan buenos frutos a dado a la humanidad a lo largo de las últimas décadas.




Los ganchitos fueron el eje de la alimentación ochentera; no se tomaban ni para desayunar, ni para comer, ni tan siquiera para cenar. Eran un mero comodín salado, que tragábamos a deshoras y que al contrario de lo que podéis pensar no provocaba gordura, sino que nos aportaba todos los nutrientes que necesitábamos para pasar una dura jornada ochentoide. Curiosa paradoja, porque aquello llevaba más mierda de lo nunca os podríais imaginar.
La lista de emulsionantes y conservantes era larga a la par que exquisita. Igual que la de colorantes, que le confería al producto ese atractivo color naranja nuclear de aspecto ciertamente colesterólico.

El ritual de ingestión era muy específico cuando se trataba de engullir ganchitos y consistía en lo siguiente:

1. Adquisición del producto a precio de saldo (bolsaza gigante a un precio que no superaba las 15 pelas)

2. Ingestión en solitario de toda la bolsa (los ganchitos no se compartían; era una gran jodienda que algún gambitero metiese las zarpas en tus ganchitos)

3. Extracción de los restos de ganchitos de la zona pre-molar: estas papas tenían la gran particularidad de quedarse enganchadas en las muelas tras el proceso de masticación, por lo que había que proceder con el sistema de palanca digital (meterse el dedazo hasta el fondo) para conseguir erradicar todo resto sobrante.

Una de las leyendas urbanas con las que crecí en los ochenta era la de que el polvo naranja que había en la superficie de los ganchitos era adictivo. Siempre he creído firmemente en esa leyenda; hoy, 20 años después, todavía siento la necesidad de comprar una bolsa de esta mierda naranja cada vez que la visualizo en el badulaque "Alí Mussam" de turno. Bastards, me bajo al colmado a saciar mi adicción ganchitera ¡A vuestra salud, hijos de Utah!